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Leyenda del Arbol del Amor

Por:  Joaquin Garcia Luna

Caminante, detén sólo un momento tu laberíntico deambular y sígueme; te guiaré hasta un frondoso árbol siempre verde llamado, según unos Aralia paperifer, de origen europeo y según otros Simporicarpium, de origen asiático, pero al que nosotros llamaremos con el nombre que le ha dado la leyenda, de "Arbol de Amor". Es un árbol muy especial, perteneciente a una especie sumamente rara, tanto que se dice que no hay otro ejemplar en el continente americano; eso explica la confusión de quienes han tratado de identificarlo con alguna especie conocida, y si algún día en pais exótico te topares con uno, te preguntarás si también encierra una singular historia de amor, como la que me contara don Pepe Salas, el afable custodio dele x convento de San Agustín.

En pleno centro de la ciudad de Zacatecas, a espaldas del portal de Rosales y frente al ex convento de San Agustin, encontrarás una plazoleta arbolada que otrora fuera un minúsculo jardín. Es la actual plazuela de Miguel Auza. En este apacible rincón se daban cita feligreses, vendedores y aguadores, en cuya cotidiana calma provinciana la prisa no tenía lugar y sí la vida y el calor humano. Ahí, regado con el vital líquido que le sustentaba y con las lágrimas derramadas en silencio por tres seres marcados por un destino común, se encuentra el árbol que fue testigo de sus amores.

En el pasado, el templo de San Agustín daba vida espiritual a este bello rincón de ensueZo, propicio al atardecer para los enamorados. El aroma de exquisito incienso emanado del templo, al igual que las pleagrias de los fieles, creaban una mística sensación sedante de descanso para el cuerpo y tranquilidad para el espíritu.

Allá por 1850, un francés llamado Philipe Rondé, con admiración se extasiaba mirando la artísitica fachada del templo que, sentado en el jardn, dibujaba día a día. Este histórico dibujo es el único que se conserva del templo de San Agustín, que nos trasmite un esbozo del pasado esplendor ornamental que poseyó, bárbaramente cercenado a ciencia y paciencia de ignaro gobernante de principios de este siglo, en pleno porfiriato, ante la desesperación de un pueblo y sus dirigentes eclesiásticos. De nada sirvieron los amagos de excomunión frente a las amenzas de muerte dirigidas a presidiarios obligados a mutilar con cincel y marro la religiosa fachada.

Oralia, la hermosa jovencita de leyenda que dio origen al nombre con que popularmente se conoce al árbol, vivía en una de las seZoriales casas que daban marco colonial al jardín. Con la lozanía de su edad, propicia para el primer amor, su cantarina risa contagiaba la alegría de vivir a todo lo que la rodeaba.

Era Juan un humilde pero risueZo y noble barretero, que aun despierto soZaba encontrar la brillante veta de plata para ofrecérsela a Oralia, a quien amaba en silencio, mas al sentirla cerca la conciencia de su pobreza la alejaba como la mas remota estrella.

Por las tardes, al salir de la mina, Juan se convertía en alegre locuaz aguador, siempre acompaZado del paciente burro al que recitaba sus improvisados versos de amor, caminando más de prisa con la dulce ilusión de contemplar a Oralia al entregarle el cristalino líquido, parte del cual era destinado de inmediato a regar las plantas del jardín y en especial el árbol que cuidaban con esmero.

La juvenil Oralia sentía a su vez nacer un entraZable cariZo, más allá de la amistad, por el locuaz aguador que por su parte día a día se ganaba también la estimación de las familias.

Más sin saberlo Juanillo tenía un rival, que tras la etiqueta de la cortesía y modales refinados, conquistaba cada vez mayor campo en el corazón de Oralia, quien experimentaba la ruborosa turbación de sus encontrados sentimientos, ante la presencia de Pierre, aquel francés que la colmaba de atenciones.

El destino habia traído precisamente a su casa al francés al ocurrir la ocupación por las tropas invasoras en 1864, y por cortesía las familias dispensabn un trato deferente al extranjero, eximiendolo de responsabilidad por los actos de un gobierno al que debía obediencia. El francés, siempre impecable en sus modales y pulcro en el vestir, les visitaba no tanto por corresponder a la amabilidad de la familia, sino con la secreta esperanza de impresionar a Oralia, de quien se había enamorado.

Con el permiso de los padres, solían sentarse bajo la sombra del árbol que Oralia regaba y cuidaba; entonces la joven dejaba volar su imaginación al escuchar la descripción que de su patria le hacia Pierre.

Juanillo sufría en silencio al contemplarlos juntos, incapaz de hacer nada para evitarlo, y al comprender la fatalidad de las barreras sociales que lo separaban de su amor, soZando siempre con encontrar la veta de plata que le ayudara a realizar sus sueZos.

Trabajaba duro en minas abandonadas, soportando la fatiga; al final de la joranda, el agua de las minas limpiaba el polvo que cubria su piel, haciendo huir el cansancio, para dirigirse con su fiel burrito a llenar sus botes del agua de la fuente y repartirla a las familias con quienes se habia "amarchantado", cuidando de dejar al final la casa d Oralia para disponer de un poco más de tiempo en su compaZia.

La simpatía del humilde enamorado hacía que Oralia lo esperara con impaciencia para que le ayudara a regar su árbol, como ya se había hecho costumbre. Al hacerlo, su regocijo se manifestaba en el lenguaje secreto de los enamorados; el árbol lo sabía y el susurro de sus hojas se confundia con el rumor de las risas de los jóvenes, mientras su follaje se inclinaba, en un intento de protegerlos de miradas indiscretas.

Dolía el corazón a Oralia cuando una tarde se encaminó hacia el templo. Postarada ante el altar, lloró en silencio al comparar dos mundos tan opuestos; su plegaria imploraba ayuda para tomar la decisión acertada en tan cruel dilema sentimental.

Al salir del templo y dirigirse a su casa sin haber logrado adoptar una resolución, se sentó en silencio bajo el árbol y el llanto volvió a sus ojos, su angustia provocaba la alteración del ritmo de los latidos de su corazón, cuando en su regazo cayó suavemente un racimo de cristalinas lágrimas que conmovido el árbol le ofrecía como amigo amoroso en su desconsuelo, y al contacto de sus tiernas manos, las lágrimas del árbol se conviertieron en un tupido racimo de blancas flores.

Oralia recuperó la paz junto a su árbol y encontró el valor suficiente para decidirse por su barretero, sin importarle su humilde condición.

Al día siguiente, el francés se presentó puntual en la casona y con semblante adusto informó de su próxima partida de la ciudad y del país. Otros vientos políticos flotaban en la nación y era urgente su traslado a Francia. Se llevaba el corazón destrozado por verse obligado a abandonar el afecto que habia encontrado, y la despedida le resultaba aún mas amarga al saber que jamás volvería a ver a Oralia, quien lo despidió junto al árbol, ahora ya tranquila al comprender que había tomado la decisión más correcta de su vida.

Mientras tanto, en la profundidad de la mina donde había cifrado sus esperanzas, Juan vislumbraba un tenue brillo, tan sutil y huidizo como la ilusión una corazonada hizo intuir al gambusino la veta que buscaba, y con nuevos bríos continuó excavando con su barreta la dura roca que aún se resistía a entregar al imberbe joven su argentífera savia.

Al día siguiente, al llegar con el agua, Oralia lo notó más alegre locuaz que de costumbre; no se pudo contener al verlo tan feliz y sin pensarlo le estampó un empetuoso beso junto al Arbo del Amor que regaban ahora entre risas.

Juan ni su rica veta de plata se acordó, y olvidó completamente el discurso que toda la noche había ensayado, al ver caer racimos de flores blancas del árbol, que asi compartía la culminación de tan bello idilio en aquel tranquilo jardín, hoy plazuela de Miguel Auza frente al ex templo de San Agustín.

Desde entonces, las parejas de enamorados consideran de buena suerte refugiarse bajo las ramas del Arbol del Amor para favorecer la perduración de su romance.

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