Todo dio principio por la natural ambición de dos amigos que decidieron
abandonar de plano sus ocupaciones para aventurarse a buscar una mina que les diera riqueza. Allá
por los ochentas del siglo pasado vivía en Zacatecas Misael Galán,
fornido mocetón, tan entusiasta como ingenuo, que disfrutaba de un sueldo aceptable como
empleado de un comercio dedicado a proveer las minas de la región de los elementos propios
para el laboreo. En el almacén que estaba a su cargo se expendía
pólvora, sogas, cubos para elevar el mineral y vaquetas para los cubos , barras, picos
y cuZas para excavar, carbón para las fundiciones,
etc., y Misael, en contacto con esos materiales soZaba con la oportunidad de poner
en práctica sus pretensiones de minero, las instancias de Gildardo Higinio, su amigo de
siempre que apoyaba sus propias inquietudes, le habían convencido de invertir sus ahorros
en herramientas y materiales para iniciar la búsqueda del yacimiento.
Durante varios fines de semana, ambos amigos caminaron incansablemente por las montaZas circunvecinas; especialmente inspeccionaron al poniente de la cordillera que separa a Vetagrande de la capital
zacatecana ya que, según Gildardo, por sus pláticas
con viejos gambusinos y sus ocho aZos de experiencia en las minas de San Acacio,
sabía localizar fuentes metalíferas. - Por este lado
las vetas son innumerables y atraviesan las montaZas en todas las direcciones;
lo que tenemos que hacer es descubrir una mina que no esté de manifiesto, ¡y a puro gozar!
- ponderaba Gildardo Higinio. Comenzaron por acampar en los límites de lo que era terreno
libre, donde ya durante cuatro o cinco días habían
explorado siguiendo las instrucciones de Gildardo. Con su entusiasmo a cuestas recorrieron el camino a Vetagrande, pasaron
por oficinas de beneficio, vieron pequeZas catas, bocas de mina. máquinas de desagüe trabajando, labores antiguas, terrenos y graseros
alrededor de los tiros; todo ello en singular contraste con las agrestes montaZas
que las rodean.
Antes de llegar al cerro del Magistral se desviaron al oriente para empezar ahí
su búsqueda; todo el día vagaron escudriZando los montes y al atardecer decidieron regresar al campamento para dormir. Al faldear una
empinada loma, de improviso se toparon con la entrada de una cueva de extraZo
aspecto; a pesar de que habían cruzado varias veces por el lugar, no le parecía conocida, ¿les habría pasado inadvertida? ¡No, seguros estaban de
que antes no la habían visto! Como movidos por un mismo impulso, se acercaron a la entrada,
con precaución. Ya dentro de la caverna, a poco andar se presentó ante sus ojos algo fantástico: incrustada en el peZasco se veía claramente una gran roca refulgente. Ante tan maravilloso
descubrimiento, y pasada su sorpresa, los dos jóvenes lanzaron gritos de alegría, y con entusiasmo se dedicaron a escarbar alrededor de la piedra.
"¡Esto es oro!", decían con exaltación
los afortunados y ovicios gambusinos. "Sin duda esta es la línea de una buena veta, comentaban.
Buen tiempo trabajaron, alternándose en la tarea; mientras uno borneaba la barrena o sostenía la cuZa que se incrustaba en los cantos de piedra,
el otro golpeaba el marro, hasta que lograron su empeZo. Desprendida la piedra,
pasando por numerosos trabajos debido al peso de su carga y a lo accidentado del terreno, a campo traviesa lograron llevarla
hasta el arroyo que baja de Vetagrande, y frente a ella quedaron extasiados contemplando su flamante tesoro. Volviendo de
su ensimismamiento, comenzaron por desconfiar de que hubiesen sido descubiertos por otros gambusinos de los muchos que merodeaban
los alrededores, ocupados en el mismo que hacer de ellos. Tras breves minutos, y enmedio del silencio nocturno que reinaba
a su alrededor, concluyeron que estaban solos. No podían dormir, a pesar del cansancio
y de ser ya pasada la media noche. Cada quien elucraba lo que había de disfrutar el resto
de su vida con ese descubrimiento. Al recordar de nuevo la piedra, con sobresalto examinaban si había
alguna amenaza que pusiera en peligro sus vidas o su preciado bien. A ratos se miraban uno al otro al otro con mutuo recelo
e inquietud, sin saber definir hacia dónde se inclinaba su estado de animosidad. A la
distancia sólo se escuchaban los ladridos de los perros del pueblo de Vetagrande. En su
entorno se fueron espesando las sombras... Vetagrande ha sido uno de los más ricos veneros
de metales preciosos que ha fabricado la naturaleza en el estado de Zacatecas. Se ubica a cinco kilómetros
de la capital del estado, y tanto por la extensión de sus trabajos como por las cuantiosas
cantidades de minerales extraídos durante muchos aZos,
dieron significativa fuerza al régimen colonial y propiciaron el desarrollo económico de la región. En breve tiempo a partir de su descubrimiento,
se creó la villa de Nuestra SeZora de Guadalupe
de Vetagrande nombre oficial que tuvo al principio de la época colonial.
Pese a que el gobierno espaZol puso especial empeZo en la organización de la producción minera, no se dispone de una cifra exacta de los rendimientos de las minas de Vetagrande durante el régimen virreinal; lo que si se sabe es que, tanto por la extensión
de sus trabajos como por la enorme cantidad de plata que estos yacimientos produjeron al comienzo de su explotación, originaron que se creará la nobleza de Zacatecas. Los condados de
Valparaíso, de Bernárdez y de Santa Rosa, fueron títulos de mucho esplendor. Existen curiosos documentos antiguos que establecen las fechas de
apertura de las minas fundadas alrededor de Vetagrande; las de San Bernabé, Albarrada,
los tajos de Pánuco, ostentaron tan alta ley en sus minerales que motivaron la búsqueda de otros yacimientos en las cercanías. Las grandes
expectativas de bonanza fueron causa principal de que toda la gente de Zacatecas estuviera vinculada a la rama de la minería. La palabra "plata" hizo que se poblaran Zacatecas y Vetagrande de mineros, gambusinos y
buscones que se sostenían principalmente de la esperanza de encontrar una buena veta.
Nadie sabe que pasó durante el resto de la noche, el caso es que al día siguiente un joven pastorcito descubrió los cuerpos yertos
de los dos frustrados mineros; a toda prisa y con la excitación propia de quien ve la
muerte por vez primera, a gritos divulgó su macabro encuentro. Como fuego en un pajar
corrió la noticia y muchos curiosos concurrieron al sitio seZalado por el pastor. Diego Romo, representante de la autoridad, levantó
acta que decía: "En el crucero del arroyo fueron recogidos dos cuerpos de quienes en vida
respondieron a los nombres de Misael N. y Gildardo N. Presuntamente la causa de ambas muertes fue una riZa entre ellos mismo, uno de ellos presenta fractura cranea producida, según
todos los indicios por caída directa sobre una piedra que contiene oro pimente...". La
tierra reclama al hombre que vuelva a sus raíces; los cuerpos fueron inhumados en sagrado;
los motivos que condujeron a su muerte permanecieron en el misterio. Quizá ante la presencia
del supuesto oro descubierto, los dos infortunados se vieron condenados a ser juguetes de esa fiera funesta que es la codicia.
La piedra también fue olvidada y poca atención
le prestaron quienes sí conocían de metales, ya que
a este compuesto de arsénico y azufre le atribuían
escaso valor. Y, sería coincidencia o de veras maleficio, el caso es que días después, al pasar un grupo de jóvenes
que iba de paseo, alguien seZalo la piedra recordando aquel trágico suceso, y uno de ellos exclamó: "¡Precisamente necesitaba yo una
buena piedra para afilar mi cuchillo!", y empezó a frotar el borde de su instrumento en
la brillante piedra. Con movimientos acompasados realizaba afanoso su tarea desentendiéndose
de los demás. Parecía transformado, él que era de natural alegra y comunicativo; embelesado contemplaba los brillos del filo de su cuchillo
producidos por su labor.
A las llamadas de sus amigos reaccionó con su movimiento agresivo, y a
la burla del que permanecía más cercano a él, quien se mofo de su exagerada forma de afilar su arma, replicó con
feroz cuchillada, salvándose el impertinente de herida grave, si bien alcanzó a recibir profundo tajo en su brazo. Advertidos del peligro, cuatro de los más
arrojados se lanzaron sobre el agresor que se aferraba al arma, sujetándolo para lograr
que con alivio de todos volviera a la calma. Más tarde, el actor principal de este hecho
juraba no recordar nada de lo ocurrido. A partir de entonces, la piedra del crucero del arroyo adquirió fama de propiciar el crimen, pues la aZeja costumbre de los barreteros
de portar cuchillos, dagas o tranchetes para múltiples usos, como cortar sogas, trozar
correas, perforar la suela del huarache o pelar tunas propiciaba que, dado el caso, se les empleara como arma de defensa o
de ataque por "motivos de honor" o causas baladíes, con funestos resultados.
La superstición no en todos tiene cabida, pero la gente se dio cuenta
que por repetida coincidencia, aquel que amolaba su piedra del arroyo de Vetagrande, luego en algún
baile o simplemente andando en copas, de seguro provocaba un pleito o lesionaba a su rival, aún
siendo "muy amigos"; consecuentemente, abundaron los heridos y los muertos. También observaba
la gente que, conforme crecía la cifra de hechos de sangre protagonizados por rijosos
que afilaban sus armas en la ya famosa piedra, ésta iba mudando su color. "De meses a
la fecha", advertían, "la piedra toma un tinte más
oscuro, se está volviendo negra". Un episodio que confirmó
la sospecha de que algún maleficio debía comunicar
la piedra cuando en ella se afilaba un arma fue el pleito de Andrés Mendívil y Lorenzo Rafael. Era este Lorenzo muy dado a fanfarronear, tanto pendenciero y galanteador como de
manirroto. Gustaba de derrochar en parrandas, convidando a golleteros y mujercillas que le rondaban alabando sus atributos
y sus hazaZas, ciertas o imaginarias.
Andrés, por el contrario, mostraba una pasividad rayana en mansedumbre
y, era su gusto, sentarse solo a la vera del camino, alejado del bullicio tabernario, para cantar pulsando su guitarra, y
suspirar por el amor de María Paloma de Ávila, la
muchacha más codiciada del rumbo. Al salir de la mina, Andrés
era de los primeros en llegar a su casa, asentada al pie de la Bufa por el barrio de la Pinta, nombre tomado de una antigua
hacienda de beneficio de plata propiedad de un espaZol. Ese domingo, Andrés Mendívil estaba decidido a conquistar los favores de
Paloma. Temprano se dirigió a la presa de los Olivos para baZarse en las tinajas de agua talladas en las rocas; el profundo amor que sentía
bullir en sus entraZas lo animaba tanto que ni lo helado del agua sentía; con hojas del jaral estropajeaba su cuerpo para remover el polvo de la mina.
A la salida de misa, resuelto y temeroso a un tiempo, Andrés acompaZo a Paloma un largo trecho sin hablar, ofreciéndole
solo una flor. Para animarlo, Paloma le advierte: - En la siguiente esquina es mi casa. - ¡Ah, sí...!
- Ibas a decirme algo... - Sí - se desata él -, que
te quiero, que quiero que me quieras, que deseo saber si puedo tener la dicha de soZar
en que algún día merezca yo tu atención; que el trabajo, que para mí es una alegría,
y contemplar la luz del cielo y los árboles, ya nada significan si no es sabiendo de tus
labios que me dejas quererte. Agradablemente sorprendida por aquella desbordante confesión
de amor, Paloma sólo atinó a contestar: - Sí, sí, todo está bien; yo, este...,
también... Adiós.
Con el brío que comunica el amor correspondido, Andrés contemplaba la vida con plenitud; cumplía sus labores con entusiasmo,
disfrutando de antemano las recatadas caricias que se prometía del precavido acercamiento
con Paloma, a quien ya su familia había concedido el permiso para que entablara relaciones
con él, una vez hecha su franca promesa de matrimonio. Mas tanta dicha no podía durar. El diablo del Diablo, que nunca duerme, hizo que se topara el fanfarrón
de Lorenzo con Paloma, a quien intentó abordar, y un grupo de amigos que se dieron cuenta
del rechazo que recibiera su respuesta, acicatearon a Lorenzo para que en vías de demostrar
tanto su hombría como sus dotes de conquistador, dejase a un lado sus logros amorosos
baratos y sedujera a la casta Paloma. Aceptada la apuesta, Lorenzo Rafael dedicó a partir
de ahí todo su desocupado tiempo al asedio constante de la buena muchacha.
A medida que se aproximaba la fecha de la boda, intensificaba Lorenzo su campaZa de conquista, y cuanto más decidido sentía
el rechazo de la dama, tanto más se enervaban sus morbosas ansias de rendirla. La prudencia
femenina, o la reticencia de Paloma, la hicieron reservarse de comunicar a Andrés acerca
de los requerimientos de que era objeto. Quince días faltaban para el esperado connubio,
y ese domingo Andrés hubo de aceptar que era verdad aquello que ni siquiera sospechara,
por comunicárselo un amigo digno de toda fe. Decidido a reclamar lo suyo y cualquier ofensa
hecha a su amada, solicitó al oficioso informante: - ¿Me puedes prestar tu cuchillo? -
¡Claro! - repuso su interlocutor, tomándolo enfundado de la apretada faja que le rodeaba
la cintura-. Pero ten cuidado: ayer mismo, al salir de la mina lo afilé en la piedra del
arroyo de la Veta...
En cuanto tuvo contacto con el arma, Andrés se sintió poseído de un furor homicida. Fue directo al mesón del Vivac, donde sabía que se encontraba aquél a quien ya consideraba como enemigo. En el trayecto se torturaba cavilando si alguna culpa tendría su novia, pero se reconfortaba al evocar todos los momentos desde que lo aceptara como novio, y veía siempre verdad en sus ojos, apreciaba sinceridad en sus palabras, palpaba veraz honestidad
en su trato. Acudía a su memoria cómo siendo ya "novios
oficiales" y con permiso de platicar más allá de tiempo
usual, la naturaleza les inclinaba a saborear, con mutua aceptación, las primicias del
amor, y cuando a pesar del hermoso apetito de la juventud ella se retenía, él admitía sus negativas por saberla pura y querer llevarla así hasta el altar. Pensando en esto, se recrudecían su coraje
y su rencor en contra de Lorenzo Rafael. Antes de entrar al Vivac se alcanzó a escuchar
el llamado de Paloma, al que no prestó atención; ella,
igualmente advertida por una amiga de que Andrés iba en busca de Lorenzo Rafael, pretendía evitar el encuentro.
Decidido, Andrés entró al Vivac, y
apenas traspuso el umbral, un silencio ominoso invadió al lugar. El vecino de Lorenzo,
alzando una copa, con disimulo le previno acerca de la aparición del prometido de Paloma.
Lorenzo no se inmutó; obligado por la presencia de sus amigos, su habitual postura de
fanfarrón se hizo manifiesta, confiado además en aventajar
al recién llegado. Sabidas por todos los presentes eran, tanto la bravura de Lorenzo como
la pasividad de Andrés se plantó retadoramente ante
Lorenzo Rafael, en un desplante viril de quien no soporta más el impulso de manifestar
su legítimo reclamo. El aludido le sostuvo la mirada y le dijo todavía en tono burlón: ¿No andas perdido de rumbo? ¿Buscas algo aquí, o con alguien? - Sí - contestó
Andrés -. Busco respuesta de ti. Percibiendo Lorenzo la energía
contenida en la réplica de Andrés, nerviosamente alardeó:
- Conmigo cualquier hombre que sea muy hombre encuentra lo que quiera. Las palabras sonaban con eco por el
silencio reinante. Con calma habló Andrés: - Si alzas
tanto la voz, tienes que sostenerte; y ya está dicho. "Ábranse"-
se dirigió a los demás, mostrando su acerado puZal y amagando en abierto desafío a su rival. Este
a su vez se puso en guardia, manejando arma similar con soltura y aplomo. Luego de dos o tres giros de tanteo, Lorenzo ataca
con celeridad a Andrés, quien con asombroso quiebre desaparece del frente del Lorenzo,
rodando a su costado. En los siguientes golpes, cambia la actitud confiada de Lorenzo que siente, al igual que los circunstantes,
no tenerlas todas consigo, Por el contrario, ven al antes pacifico Andrés manifestar un
valor y un agilidad insospechadas; el brillo de su puZal se entreteje con el brillo
de sus ojos, y una fiereza inaudita parece poseerlo, eludiendo golpes de su adversario y mostrando seguridad en cada movimiento
se trasluce su disposición de ajusticiarlo.
Cuando asesta una certera cuchillada a Lorenzo y se prepara para darle otra mortal, un grito y la presencia
de Paloma deja a todos expectantes; en un acto impetuoso, Paloma se interpone entre los rivales; abrazando a su amado apremia
a los presentes a pacificar aquella brega e implorante hace que Andrés se desprenda del
arma homicida y se aleje de su compaZía. Si
en este caso pudieron evitarse trágicos resultados, su trascendencia radica en que la
transformación de un individuo pusilánime en un temerario
retador se atribuyó popularmente a las virtudes insufladas por la oscura piedra. No habrían de tener la misma suerte otros rijosos, al sufrir en carne propia daZos lacerantes, secuela de las constantes riZas que se sucedieron
durante meses, raro fue el fin de semana en que, especialmente por los barrios de la Pinta, del Vergel y de Mexicapán, donde predominaban los mineros, al clarear el domingo camino de la iglesia podían decir las mujeres piadosas, santiguándose: "Bendito sea Dios, ya amanece
y al parecer no hubo muertos".
Consternada, la ciudad se enteraba que volvía a estallar el odio entre
familias; se comentaba con presagio de nuevas tragedias que Fulanito y Zutanito, sobrinos del de la semana pasada, ya habían ido al arroyo de Vetagrande a filar sus armas en la piedra negra. ¡Negra estaba ya la piedra
seZalada para acicalar las armas mortales! Negro luto vestían muchas familias y trágicamente negro veían
el futuro inmediato para un sector importante de la población las autoridades civiles
y eclesiásticas que, frente a la incesante repetición
de hechos sangrientos, cada vez más preocupadas estaban por el cariz que ofrecían los acontecimientos. En discreta reunión entre el gobernador del
estado y el tercer obispo de la Diócesis de Zacatecas, fray Buenaventura del Corazón de María Portilla y Tejada, decidieron adoptar medidas
eficaces, cada quien según sus medios, para remediar tan caótica
situación.
El 15 de abril de 1888, el seZor obispo, acompaZado de su sabio consejero, el primer deán de la catedral
canónigo fray Félix Palomino, y de cuatro diáconos del seminario tridentino de Santa María de Guadalupe,
salieron al anochecer rumbo al camino de Vetagrande para realizar un conjuro contra las fuerzas demoniacas que irradiaban
de aquella piedra. Durante mucho tiempo, la gente "se hizo cruces" de porqué y cómo había desaparecido la piedra negra de su emplazamiento.
Varias noches de desvelo hubieron de tener el obispo y los canónigos para discernir, invocando
el divino acierto, el destino que debería asignarse al diabólico
objeto; disquisiciones teológicas y pruebas exorciales debieron de hacerse para atarlo
en sagrado, sin mancillar el lugar.
Meses después, sosegada la fascinación
de la gente belicosa por acrecentar el poder de su arma asentándola en la piedra negra,
ésta fue descubierta por el vecindario, puesta a buen recaudo en sacro lugar. El sitio
escogido por aquel obispo para instalar la piedra fuera del alcance de los pendencieros, fue en lo alto del muro posterior
de la catedral, empotrada precisamente abajo de la campana chica que servía para llamar
al sacristán. Este es el único bloque de color sombrío que en su fábrica tiene la catedral. Hay quien asegura
haber presenciado, particularmente en días de lluvia, desprenderse de la piedra espectrales
fulgores azulosos capaces de infundir temor y zozobra a los testigos del fenómeno. Usted
la puede ver fácilmente desde donde arranca la calle Ángel,
a espaldas de la catedral; apreciará el tamaZo
a que quedó reducida y, si tiene paciencia y ciertas dotes de observación, quizá podrá notar algo más con relación a la maléfica
piedra negra. DIV>
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